Melodías para el tigre. Pablo de Rebullida y los indios de Talamanca (1694-1709)
Preparación
de los frailes franciscanos para las misiones
Una
iniciativa eclesiástica liderada por el Papa Pío V busca renovar la acción
misionera de la Iglesia católica en todo el mundo. Es lógico que la mira está en estas nuevas tierras recién descubiertas
en proceso de colonización que presenta para la Iglesia un reto importante en
cuanto a la labor evangelizadora y de conversión. Para ello, dicha obra debe
ser encomendada en las manos de frailes de probada vocación, gran espíritu religioso, preparados
física e intelectualmente (tanto a nivel lingüístico como misional) y provistos
de iniciativa.
Para
lograr tal objetivo la Congregación elaboró una serie de medidas y decretos que
fueron consignadas en un fondo llamado “istruzioni come devono condursi i
sagri missionari” donde se detallan todos aquellos elementos y
requerimientos básicos para un misionero pudiese cumplir a cabalidad con su encomienda
de convertir a los gentiles o regresar al redil de la Iglesia a los apóstatas (p.
65).
Explica
el documento: “…se hace particular hincapié en cualidades tales como la
castidad (“cristal que con cualquier soplo se empaña”), particularmente difícil
de guardar en las Indias; celo apostólico; la misericordia; el mantener ánimo
ante las situaciones difíciles aunque se lograse poco fruto y la obediencia
tanto a los superiores como a las reglas y decretos emanados de la Congregación”
(p. 65).
Así mismo, los misioneros deben ser sencillos pero directos a la hora de
explicar los misterios de la fe, basándose en imágenes sencillas y confiando en
la acción del Espíritu Santo que se encargará, de manera embrionaria, hacer crecer
esa fe en los infieles. Claro, manteniendo también su lugar como representantes
de la Iglesia a través del ejemplo y las buenas costumbres en orden a no
provocar escándalos y llevar a buen término la conversión de los indígenas.
La formación de los misioneros no solamente toma en cuenta sus labores
eclesiales evangelizadoras, sino que se les instruye en sus relaciones con las
autoridades civiles y la manera de gestionar todo aquello que tenga que ver con
el orden social que les compete, por ejemplo, la educación. Ahora bien, la
formación de los misioneros era tan detallada que incluso se pensaba en la
manera en que los mismos lograsen aprender la lengua nativa de los indígenas. “Se
insiste en que el primer punto para poder propagar la fe es el aprender la
lengua, para poder adoctrinar a los niños, quienes más fácilmente que los
sacerdotes pueden enseñar la fe a sus mayores…” (p. 67).
Sin
embargo, aunque la formación de los misioneros estaba claramente establecida por
los diferentes reglamentos escritos, los mandatos y los documentos, la experiencia,
en algunos momentos, superaría la expectativa, e irían dándose asuntos que
tendrían que resolverse en la práctica. Por ejemplo, cuando los frailes
escogían a un indígena para ser bautizado y volverse perteneciente a la Orden.
De esta manera tendrían frailes capuchinos autóctonos que servirían de
doctrineros en sus propias tierras. También utilizaban otras estrategias como
el de dar “dadivas” a los naturales con tal de ganarles la voluntad y, por
ende, tener la posibilidad de instruirlos en la fe.
Esta
última manera de “soborno” resultó contraproducente para los frailes y sus
comunidades ya que, en muchos casos, aquellas prebendas no lograban su cometido
y la exigencia de los indígenas se volvía insoportable. No obstante, este tipo
de negociación se fue haciendo frecuente y común en orden a conseguir los
objetivos que la instrucción de la fe requería. Además que el requerimiento de
regalos tanto de herramientas y elementos propios para trabajar el campo, como
otras cosas para hacer más fácil la vida cotidiana (indígenas), se dio también
con las reliquias y artilugios religiosos (españoles y criollos) (p. 70).
De
este modo, es interesante que, a pesar de tales “dádivas”, los indígenas
siempre fueron reticentes en el hecho de conocer al Dios de los conquistadores
ni el andamiaje axiológico que derivaba de abrazar la fe cristiana.
La Talamanca: un paisaje plural
Estamos hablando de una región de más de seis mil kilómetros cuadrados,
cuyos límites se conocía de la siguiente manera: el río Tarire-Sixaola al norte,
el mar Caribe al nordeste, la Cordillera Madre al sur y al poniente y la
provincia de Veragua al sur y sureste, mientras que el cacicazgo mismo de
Talamanca se restringía al área comprendida entre el río Changuinola (limite
con los terbis) al sureste, Tariaca al norte, Chirripó al oeste y la cordillera
de Talamanca al este (p. 71).
La geografía selvática de la zona es bastante difícil
de recorrer, sin
embargo, albergaba una serie de etnias indígenas bastante considerable. En su mayoría,
estos grupos se organizaban de manera jerarquizada piramidal, por medio de cacicazgos
claramente diferenciados por medio de clanes, que les permitía mantener el
control del manejo de sus bienes, de los intercambios económicos y acrecentar
el poder de los caciques.
Este tipo de organización los hace muy territoriales y grupos altamente
defensivos de sus costumbres, modos de socialización y geografía. Por ello,
ante la presión ejercida por los colonizadores para imponer los usos y
costumbres derivados del cristianismo blanco, “los indígenas reaccionaron
con todos los medios que tuvieron a su alcance; desde la resistencia pasiva de
los que en apariencia o realidad se sometieron, hasta la fuga a las regiones
más inhóspitas como Talamanca…” (p. 73).
En
1964 fue destinado a las misiones de Talamanca en Costa Rica junto con fray
Francisco de San Joseph, donde vivió, dadas las exigencias de la misión,
momentos de intensa soledad y abandono, pero también experiencias que le
hicieron amar intensamente vivir entre los indígenas.
En
1967 Francisco tuvo que abandonar a Rebullida debido a una enfermedad, pero ya
para ese entonces habrían fundado 62 pueblos y más de 5700 indígenas
bautizados. Por supuesto, todo este esfuerzo se realizó por medio de las
tácticas y estrategias que se mencionaron anteriormente; las “dádivas o regalos”.
Lo que sucedía es que los autóctonos no pretendían quedarse siempre al margen
de recibir los bienes por parte del misionero. Los primeros ya tenían formas de
cobrarse los pagos por los trabajos realizados o por obedecer las leyes impuestas
desde la fe.
Estas maneras de cobrar
tenían que ver con aspectos que les eran muy propios a estos pueblos, por
ejemplo, la poligamia, hacia la cual el fraile Pablo no tenía ánimos de
permitir, dado que atenta contra el sexto mandamiento. Es así que los mismos indígenas amonestan al fraile para continúe la vida con su propia doctrina y
les permita a ellos vivir la suya propia, ya que esto los volverá felices.
El levantamiento Talamanca de 1709
Ahora bien, no solamente la estrategia de los regalos y dádivas fue la
que se utilizó para tratar de convencer a los indígenas sobre acoger la fe y
las disposiciones morales que de ella dimanan. También el uso de la fuerza
armada fue un recurso que se utilizó para buscar resolver los conflictos que
surgían entre propios y extraños. Habría que no subestimar la inteligencia de
los autóctonos, quienes desde el principio sabía que lo que podía significar
bajar la cabeza ante el asedio colonizador: servicios obligados, exacciones
religiosas, tributos, explotación, malos tratos, el abandono de las costumbres
ancestrales y de la geografía familiar.
Al tener conciencia de todas aquellas situaciones posibles, los indígenas
establecieron alianzas entre los cacicazgos para proteger sus poblados y oponer
resistencia y no tener que bajar y reducirse al habitar en el pueblo. En
diciembre de 1708, con la esperanza perdida, Pablo de Rebullida y su nuevo
compañero, Antonio de Andrade, acordaron modificar sus planes: se abandonaría
el intento de congregar en pueblos a todos los habitantes de Talamanca, y se
centrarían sus esfuerzos en Boruca, provincia en la que pensaban instalar a
colonos españoles junto con indios extraídos de sus parajes (p. 84).
Posteriormente, el 28 de septiembre de 1709 caía Rebullida alanceado y
decapitado en el pueblo de Urinama, junto con fray Antonio Zamora, diez
soldados y la mujer de uno de ellos, y que apenas dieciocho efectivos escaparon
del ataque indígena (p. 84). Esta fue una rebelión prácticamente de toda
Talamanca, ya que los indígenas tenía conciencia de las consecuencias que
traerían el establecimiento definitivo de españoles en la región, del que ya habían
sido señales, amén a las vejaciones, la saca de urinamas para ir a trabajar a
los cacaotales de Matina, las congregaciones forzadas de múltiples indios para
formar “pueblos de paz”, y las epidemias: tan sólo en 1709 los frailes dieron
fe de la muerte de 228 criaturas.
Los intentos por someter a los indígenas de Talamanca fue constante durante los años posteriores. Asedios, rebeliones, asesinatos y vejaciones continuaron la obra de muchos de los misioneros franciscanos que buscaban someter a los naturales, asentarlos en poblados y, por fin, hacerles cambiar sus costumbres por un andamiaje de fe y valores morales propios de una vida cristiana.
Referencia: Melodías para el Tigre. Pablo de Rebullida y los Indios de Talamanca. 1694-1709/Mario Humberto Ruz/1991.
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